EL
GRAN DILEMA DE LA IDENTIDAD
Guillermina izquierdo Reinoso
El ser humano sostiene una lucha intensa con su identidad a largo de toda
su vida. Desde los primeros años de su infancia busca un héroe para ser como él
o ella. Su favorito es el de algún
rodaje televisivo acotejado a su edad. No solo quiere parecerse a él, sino que
también quiere hablar como él, vestirse igual y actuar como él. Además, inspira
a sus progenitores a que compren todos los objetos que los comerciantes
aprovechados han elaborado sobre ese dibujo animado. Es tan fuerte este apego, que el o la infante
no se separa de su personaje ni para dormir, lo lleva con sigo a todos lados.
Hay niños que quieren ser como su papá y lo
imitan en casi todo lo que hace, y niñas que imitan a su mamá. Otros quieren
ser como tía o tío, o como el abuelo o la abuela. Mientras que, el o la
adolescente se identifica con el cante que esté de moda, o el prota o villano
de la telenovela, o la serie televisiva más famosa del momento. También quiere
ser como la compañerita más bonita y popular de su clase. Mientras que, el muchacho
se identifica con el deportista o atleta más famoso, o el o los cantantes
urbanos del momento, o simplemente quiere ser como el joven más influyente de
su escuela o de su vecindario, por lo que busca la manera de andar, actuar y
vestirse como él, por encima de las consecuencias que esto pueda acarrearle.
Los estudiosos de la conducta humana señalan que todo individuo, cuando
está en el proceso de desarrollar su carácter, en
los primeros años de su vida, necesita interactuar con un patrón para moldearlo,
ya que esta cualidad de la personalidad es una construcción influenciada por la
herencia y por el medio ambiente. Y como
tal, vive en constante evolución, según las circunstancias de la época y a
media que el individuo va desarrollando su conocimiento y aprendizaje, y en la
manera en que interactúe socialmente con las personas de su entorno, como lo
señala Vygotsky.
Pero esto no hace que se aleje de su deseo de siempre ser como alguien
en especial. El discípulo quiere ser como su maestro. El político, el religioso
y el comunitario como su máximo líder y el empleado como su patrón. La cuestión
es no estar conforme con la identidad propia.
Este dilema se presenta en todos los niveles sociales, razas y etnias. Hay hombres que siempre buscan un amigo o
compañero de trabajo, o colega a quien admiran para imitarlo casi en todo, o pone
toda su atención en un líder político, con el que hacen un apego tan fuerte,
que llegan a hablar, pensar y actuar como él. Lo único que vale y hacen es lo
que diga esa persona, aunque no sea lo correcto.
Por otro lado, está la mujer vanidosa que quiere tener el cuerpo de
alguna artista o la modelo de la promoción, o como la protagonista o villana de
la telenovela, o como su vecina o amiga. Quiere tener el mismo color y corte de
cabello, las mismas curvas y figura del cuerpo.
Hasta los mimos muebles de la casa.
Esto nos lleva a pensar que nunca estaremos
de acuerdo con nosotros mismos, con lo que somos ni conformes con lo que tenemos.
Que siempre tendremos este problema. Muchos llegan hasta el suicidio porque se sintieron
no ser nadie o quizás nunca procuraron tener un encuentro consigo mismo, o se
metieron en una gran deuda tratando de saciar estos deseos. Y otros se convierten
en terroristas fanáticos religiosos o estadistas, que por defender sus dogmas o
ideales llegan hasta convertirse en una bomba humana para detonar en medio de una
multitud de inocentes, muriendo en el acto junto con ellos.
Los humanos siempre hemos luchado con interrogantes que parecieran no
tener respuestas: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué quiero? ¿Existe
realmente Dios? Y si no encontramos las respuestas a estas preguntas, nuestra
identidad siempre será nuestro gran dilema.
Invertimos la mayor cantidad de nuestro tiempo buscando ser como
alguien y se nos olvida que debemos ser como nosotros mismos. Que debemos hacer
algunas paraditas de cuando en vez ("un encuentro conmigo"), a fin de evaluar
cada una de nuestras acciones y observar hacia donde nos llevan y cuáles son
sus resultados. Y al evaluarlas debemos preguntarnos: ¿Lo que hago me conviene?
¿Le hace bien a mi prójimo? ¿Me deja algún aprendizaje? ¿Va acorde con mi fe y
mis ideales? ¿Honro a Dios, a mi patria y a mi familia? Y al reflexionar de
esta manera podemos observar la dirección por la que anda nuestro carácter
(actitudes, actos, hechos), ¿va por caminos del bien o por cominos del mal?
El apóstol Pablo pasó por esta experiencia. Antes de encontrarse con
Jesucristo, era un fanático religioso, cuya identidad estaba apegada a un grupo
llamado FARISEOS (Hombres dedicados a estudiar,
a defender y hacer cumplir la Ley Mosaica, “La Torá”). Su fanatismo lo llevó a
perseguir a todas las personas que predicaban y guardaban las enseñanzas de
Jesús (Hechos 9:1-29). Los sacaba hasta de bajo de las camas, es decir, donde
quiere que se escondieran, para apresarlos, encarcelarlos y hasta matarlos.
Pero un día, cuando se dirigía hacia la ciudad de Damasco a ejecutar su acción,
tuvo un extraordinario encuentro personal con Jesucristo, y desde entonces su
vida cambió, al extremo de convertirse en una nueva persona y decir que había
muerto a la Ley para vivir para Dios (Gálatas 19:20). Su identidad y carácter
tomó un nuevo rumbo.
Ya no hablaba como los Fariseos. Ya no se
parecía a ellos ni actuaba como ellos. Ahora lo encontramos diciendo que se había
crucificado juntamente con el Señor Jesús, y que Él había cambiado totalmente
su vida. Ahora hablaba como él y enseñaba lo que él enseñó. Sus conversaciones giraban
alrededor de quien ahora era su gran líder. Vivía sólo para él y trataba de actuar
como él, convirtiéndose en su verdadero y auténtico discípulo, al extremo de invitar a sus seguidores a que lo imitaran, tal como él imitaba a Cristo (1 Corintios
11:1). Tan grande fue su unión con el Señor, que siempre estuvo dispuesto a
morir por él. Y así murió.
Pablo aprendió que al identificarse con Cristo su vida se encaminada siempre
hacia el bien, hacia el amar, respetar y valorar la vida de las demás personas. Y en
vez de llevarle la muerte a los que no pensaban como él, ahora los conducía
hacia la vida. Tal fue su unión con el
Maestro, que motivaba a los creyentes de las iglesias que fundó a caminar y
vivir por y para el reino de los cielos, a mantener la fe y viva la esperanza
del regreso de Jesucristo, que estaba cercano, a llevarse su iglesia a morar
para siempre con Él a una mejor vida.
El Apóstol Pablo nos sirve de ejemplo de que el carácter se puede
deconstruir para reconstruirlo de nuevo, cuando se toma de modelo a alguien tan
valeroso, que sea digno de imitar, como lo es el Maestro de maestro,
Jesucristo. Este apóstol nos enseña, además, que se puede ser una persona de
bien después de haber sido tan malo, porque él, de fanático religioso y
criminal pasó a ser un analista respetuoso del derecho a la vida, el amor al
prójimo, la tolerancia, la libertad de creencias y la convivencia armoniosa.
Se convirtió, además, en maestro y
practicante de la verdad absoluta de Dios. Aquella que enseña que Jesús es el
Hijo de Dios, el Emanuel entre los hombres. El mesías prometido desde la
antigüedad. El verbo de Dios convertido en hombre. El único salvador de la
humanidad. Verdades que lo convirtió en un fiel seguidor de Cristo a través de
la fe, porque nunca estuvo físicamente con él cuando estuvo en la tierra.
Las enseñanzas de este gran hombre aún siguen haciendo hoy estragos en
los corazones de los creyentes cristianos. Estas han sobrevivido a toda clase
de persecuciones y fenómenos naturales y sociales, a través del tiempo. Su fe y
su obra nos inspiran a someter nuestro carácter al carácter de Cristo. A decir
como él, “ya no vivo yo, vive Cristo en
mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios…
(Gálatas 2:20)”.
Esto no es fanatismo religioso ni pertenecer a la doctrina Y, esto es
cuestión de vida, tanto para la buena convivencia en este mundo, como para la vida
en la eternidad. Es cosa de buscar el
bien común, de vencer el mal con el bien; de creerle a Dios y de aceptar su
gran regalo de amor (Juan 3:16), seguir sus enseñanzas y vivir por Él y para
Él.
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