martes, 7 de agosto de 2018

CONOCER LOS NOMBRES DE DIOS NOS AYUDA A ACERCARNOS A ÉL CONFIADAMENTE


  

  La mayoría de las personas que se hacen llamar cristianas o aquellas que estando en la fe tienen un escaso (o casi nada) conocimiento bíblico, cuando hablan, piensan o enseñan sobre el Señor Jesús, en esta época, lo presentan sólo como Jesús Dios, jamás como hombre. Creen que el que murió en la cruz fue Dios. Y esto es una gran mentira.
     Si decimos que Dios murió en la cruz, estaríamos negando su eternidad y su palabra. Lo hacemos a Él mentiroso. Ser eterno significa que él no tiene  principio ni fin. No tiene origen de familia: una madre ni un padre. Entonces, quien murió en la cruz fue Jesús hombre, el Hijo del Hombre; el salvador de la humanidad, el Hijo de Dios, jamás Dios como tal.
 Y el Antiguo Testamento da fe y testimonio de que Cristo ya existía antes de convertirse en un hombre en el Nuevo Testamento, pues, tuvo participación directa en todo el escenario bíblico antes de su nacimiento virginal como la segunda persona de la deidad de Dios. Y el apóstol Juan introduce su evangelio diciendo que Jesús es el Verbo, que el verbo era en el principio con Dios, y que ese Verbo era Dios,  y que  se hizo carne y vino a la tierra y habitó en ella, y por él todas las cosas creadas fueron hechas, y de no ser así, nada de lo que ven nuestros ojos  entonces existe (Juan 1:1-3).

    Pienso que no hay un dominicano o una dominicana, por poner un ejemplo, que no haya recibido la información sobre el nacimiento y muerte de Jesús, ya que todos los años nos repiten por todos los medios informativos la historia de su nacimiento en las festividades navideña, y la historia de todos sus padecimientos en la cruz, en la semana santa. Pero rara vez aparece alguien que nos enseñe la vida terrenal de un individuo común y corriente, que vino a este mundo con una misión muy especial y extraordinaria.

    Un hombre que por treinta y tres años vivió en esta tierra en una época con su historia y en una patria específica con identidad propia, Israel, que hoy sigue siendo parte del mapa mundial. Un sujeto que tuvo una niñez y una adolescencia común y corriente como todos los demás. Que creció y se desarrolló en una familia nuclear también normal, compuesta por un padre terrenal (aunque adoptivo) llamado José y una madre conocida como María, junto a sus hermanos y hermanas (Marcos 6:3). Una familia con su descendencia. Cosa que para algunos grupos religiosos parecería ser un pecado para Jesús, el tener parientes directos de sangre, como los hermanos; y como si esto fuera una deshonra para su madre María. Todo lo contrario, el tener muchos hijos era la mayor bendición y honor para la mujer de esos tiempos.

    Además, el Apóstol Pablo menciona en una de sus epístolas a Jacobo, llamado Santiago, obispo de la iglesia de Jerusalén, como el hermano de sangre del Señor Jesús (Gálatas 1:18-19). Porque de no ser así, ¿por qué cuando se refiere a Pedro, a Juan o a Bernabé, o a cualquier otro hermano en la fe, no le dice que son hermanos también del Señor (1 Corintios 9:4-5)?

    ¿Y por qué pensar en Jesús como hombre?  Porque él es nuestro modelo de vida por excelencia a imitar como hijo, ciudadano, amigo y como ente social entregado a hacer buenas obras en pro de los más necesitados de su entorno social. Porque, además, fue solidario, compasivo, amable, amoroso, respetuoso, excelente maestro. Que no escatimó el ser igual a Dios, el ser Dios, para hacer alarde y abuso de su poder, de su estatus social, de su vanagloria y vanidad, sino que se convirtió en el más simple siervo para servir con entrega, amor y humildad (Juan 13:14-15) y ser nuestro ejemplo.

    Siempre estuvo atento al dolor y a las necesidades del menesteroso, pues conoció el dolor, la tristeza y la pobreza. Fue tentado en todo como es tentado cualquier humano, y de cada tentación salió airoso.  Fue experimentado en el sufrimiento, sometido a todas las necesidades fisiológicas, emocionales y  espirituales, ya que tuvo necesidad de dormir, comer, tomar agua, desocupar su vejiga e intestinos, descansar, trabajar, orar constantemente, ser lleno del poder del Espíritu de Dios (Lucas 4:1). Completó el ciclo de todo ser vivo: nacer, crecer y morir.  Se sentía a gusto entre las gentes sencillas y lloraba con los que lloraban.  

     Tener presente a Jesús cien por ciento hombre, además de ser cien por ciento Dios, nos lleva a querer vivir como él vivió, a tratar de imitar su carácter, a saber, que, si Él pudo, todo humano puede. Nos lleva a jamás pensar que para él todo fue muy fácil y senillo por ser Dios. Que pudo soportar el dolor y el sufrimiento por ser Dios. Él sufrió en carne viva como todo un ser humano. Como tu y yo. 

      Porque, además de darnos a conocer a su Padre Dios, el Creador de todas las cosas y diseñador del Plan de Salvación, que vino a rescatarnos del mal y a ofrecernos su salvación y vida eterna, llegó a esta tierra a enseñarnos a cómo vivir en ella siendo hijos sinceros del Dios Altísimo, a como amarlo por encima de todas las cosas y a cómo se puede amar al prójimo como a uno mismo. Además, nos enseñó con su ejemplo a cómo ser el mejor amigo o amiga y el mejor ciudadano o ciudadana, responsable de sus deberes ciudadanos.   

    El fue un hombre con una vida ordinaria, creció en una zona rural entre campesinos, agricultores y granjeros.  Era conocedor de las cosas que hacía cada uno. Y según sus enseñanzas en parábolas, podríamos decir que hasta llegó a ejercer algunos de los oficios de estas personas (Mateo 13:3-9), aparte de ejercer el oficio de su padre José, la carpintería.  Pues, en ninguna de sus metáforas se observa la mención de la vida urbana de las grandes ciudades de Galilea. Todas sus enseñanzas están relacionadas con la vida rural. Se puede ver en ellas a un hombre que tenía su corazón en el campo.

    Según los evangelios, Jesús creció en la aldea de Nazaret, la cual abandonó cuando inició su ministerio (Mateo 4:13). Y cuando volvió a ella, un tiempo después, sus conciudadanos se extrañaron al escuchar y ver las cosas sobre humanas que hacía, ya que lo conocían muy bien. Había vivido treinta años entre ellos y nunca les dio indicio de sus poderes sobrenaturales, aunque era un hombre muy inteligente, ni de tener algún don de curandero. Nunca vieron en él ninguna señal de niño prodigio en su infancia o en su adolescencia, sino a un niño gracioso y sabiondo. Pero sí, todos lo identificaban por el oficio que desempeñaba.  

    Es de ahí que se preguntaban- ¿De dónde sacó éste tales cosas? —decían maravillados muchos de los que le oían—. ¿Qué sabiduría es esta que se le ha dado? ¿Cómo se explican estos milagros que vienen de sus manos?  ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María y hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están sus hermanas aquí con nosotros?” (Marcos 6:2-3).

    Y aunque es verdad que Jesús fue un laico autodidacta y que no fue educado por ningún célebre rabino, hay que reconocer, sin embargo, que su locución si se comparara con los eruditos de aquella época no tendría nada que envidarle, por lo que podemos alegar que Jesús no tenía nada de analfabeto, como algunos piensan. Actuaba con mucha desenvoltura tanto en el conocimiento de las Escrituras sagradas de su pueblo, de las legislaciones gubernamentales y de toda tradición oral, por lo que era capaz de abordar cualquier tema de forma magistral.

   Todo esto demuestra que no había ningún misterio en su origen y que era cien por ciento hombre. Aunque hay que reconocer, que es difícil imaginar o prever lo insólito, lo inesperado de la vocación de un hombre aparentemente normal y corriente, al que la gracia de Dios iba a llevar a donde nadie lo imaginaría. Por lo que para sus aldeanos era difícil asimilarlo. Solo tenían la capacidad para identificarlo como un aldeano común y corriente como cualquiera de ellos.

    Pero todo lo contrario sucede con la mayoría de los cristianos de esta época. Pensamos en un Jesús cien por ciento Dios solamente, y no nos detenemos a reflexionar que fue un ser humano normal como uno de nosotros, que pudo haber caído en las tentaciones y haber renegado el morir en una cruz por los injustos y malos, pues, no le era indiferente el sufrimiento lento e intenso que este tipo de muerte ocasionaba ni la afrenta que conlleva, ya que era maldito todo el que moría colgado en un madero (Gálatas 3:13). Y a pesar de todo se sometió a estos padecimientos por el rescate de muchos. El justo por los injustos para llevarnos al Padre Dios, siendo muerto en la carne, pero vivificado en su espíritu (1 Pedro 3:18).

   Él sabía a qué había venido a la tierra, lo que quería y hacia donde se dirigía. Estaba bien definido. Su carácter firme, consciente y decisivo lo llevó a someterse a la obediencia total de los mandamientos de su Padre; por lo cual alcanzó el más alto honor y un nombre que es sobre todo nombre, dado jamás a hombre alguno, ante el cual toda rodilla debe doblarse, darle honor, honra, adoración y toda gloria, y reconocerlo como el Señor de señores. 

   Si tuviéramos presente a un Jesús que fue hombre y que a la vez fue y es el mismo Dios que estuvo durante unos años en la tierra, no sólo lo pensáramos como nuestro salvador y señor de nuestras vidas, y como la manera de vivir un día en el cielo junto a ÉL eternamente, sino que, al mismo tiempo, pod pensarlo como el único ser humano que se puede imitar para tener una vida digna, honorable, apegada a las buenas obras y a toda clase de bien en esta tierra. Que podemos aprender de ÉL que fue manso y humilde de corazón (Mateo 11:29) y tener una vida terrenal saludable para sí mismo o misma y para la colectividad circundante.

   
Ser como Cristo y vivir como Él, es tener una vida plena, feliz y saludable en la tierra, y mantener viva la esperanza de la vida eterna.  




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