La mayoría de las personas que
se hacen llamar cristianas o aquellas que estando en la fe tienen un escaso (o
casi nada) conocimiento bíblico, cuando hablan, piensan o enseñan sobre el
Señor Jesús, en esta época, lo presentan sólo como Jesús Dios, jamás como
hombre. Creen que el que murió en la cruz fue Dios. Y esto es una gran mentira.
Si decimos que Dios murio en la cruz, estaríamos negando su eternidad y su palabra. Lo hacemos
a Él mentiroso. Ser eterno significa que él no tiene principio ni fin. No
tiene origen de familia: una madre ni un padre. Entonces, quien murió en la
cruz fue Jesús hombre, el Hijo del Hombre; el salvador de la humanidad, el Hijo
de Dios, jamás Dios como tal.
Y el Antiguo Testamento da fe y testimonio de que Cristo ya existía antes de convertirse en un hombre en el Nuevo Testamento, pues, tuvo participación directa en todo el escenario bíblico antes de su nacimiento virginal como la segunda persona de la deidad de Dios. Y el apóstol Juan introduce su evangelio diciendo que Jesús es el Verbo, que el verbo era en el principio con Dios, y que ese Verbo era Dios, y que se hizo carne y vino a la tierra y habitó en ella, y por él todas las cosas creadas fueron hechas, y de no ser así, nada de lo que ven nuestros ojos existe (Juan 1:1-3).
Pienso que no hay un
dominicano o una dominicana que no haya recibido la información sobre el
nacimiento y muerte de Jesús, ya que todos los años nos repiten por todos los
medios informativos la historia de su nacimiento en las festividades navideña, y
la historia de todos sus padecimientos en la cruz, en la semana santa. Pero rara
vez aparece alguien que nos enseñe la vida terrenal de un individuo común y
corriente, que vino a este mundo con una misión muy especial.
Un hombre que por treinta y tres años vivió en
esta tierra en una época con su historia y en una patria específica con
identidad propia, que hoy sigue siendo parte del mapa mundial. Un sujeto que
tuvo una niñez y una adolescencia común y corriente como todos los demás. Que
creció y se desarrolló en una familia nuclear también normal, compuesta por un padre
terrenal (aunque adoptivo) llamado José y una madre conocida como María, junto
a sus hermanos y hermanas (Marcos 6:3). Cosa que para algunos grupos religiosos
parecería ser un pecado para Jesús, el tener parientes directos de sangre, como
los hermanos; y como si esto fuera una deshonra para su madre María. Todo lo
contrario, el tener muchos hijos era la mayor bendición y honor para la mujer
de esos tiempos.
Además, el Apóstol Pablo menciona en una de sus
epístolas a Jacobo, llamado Santiago, obispo de la iglesia de Jerusalén, como
el hermano de sangre del Señor Jesús (Gálatas 1:18-19). Porque de no ser así, ¿por
qué cuando se refiere a Pedro, a Juan o a Bernabé, o a cualquier otro hermano
en la fe, no le dice que son hermanos del Señor (1 Corintios 9:4-5)?
¿Y por qué pensar en Jesús
como hombre? Porque él es nuestro modelo
de vida por excelencia a imitar como hijo, ciudadano, amigo y como ente social
entregado a hacer buenas obras en pro de los más necesitados de su entorno
social. Porque, además, fue solidario, compasivo, amable, amoroso, respetuoso,
excelente maestro. Que no escatimó el ser igual a Dios, el ser Dios, para hacer
alarde y abuso de su poder, de su estatus social, de su vanagloria y vanidad, sino que
se convirtió en el más simple siervo para servir con entrega, amor y humildad.
Siempre estuvo atento al dolor
y a las necesidades del menesteroso, pues conoció el dolor, la tristeza y la
pobreza. Fue tentado en todo como es tentado cualquier humano, y de cada tentación
salió airoso. Fue experimentado en el
sufrimiento, sometido a todas las necesidades fisiológicas y espirituales, ya que
tuvo necesidad de dormir, comer, tomar agua, desocupar su vejiga e intestinos,
descansar, trabajar, orar constantemente, ser lleno del poder del Espíritu de
Dios (Lucas 4:1). Completó el ciclo de todo ser vivo: nacer, crecer y morir. Se sentía a gusto entre las gentes sencillas y
lloraba con los que lloraban.
Tener presente a Jesús cien
por ciento hombre, además de ser cien por ciento Dios, nos lleva a querer vivir
como él vivió, a tratar de imitar su carácter, a saber, que, si Él pudo, todo
humano puede. Nos lleva a jamás pensar que para él todo fue muy fácil y senillo
por ser Dios. Que pudo soportar el dolor y el sufrimiento por ser Dios. Él sufrió
en carne viva como todo un ser humano. Como tu y yo.
Porque,
además de darnos a conocer a su Padre Dios, el Creador de todas las cosas y
diseñador del Plan de Salvación, que vino a rescatarnos del mal y a ofrecernos su
salvación y vida eterna, llegó a esta tierra a enseñarnos a cómo vivir en ella siendo
hijos sinceros del Dios Altísimo, a como amarlo por encima de todas las cosas y
a cómo se puede amar al prójimo como a uno mismo. Además, nos enseñó con su ejemplo
a cómo ser el mejor amigo o amiga y el mejor ciudadano o ciudadana, responsable
de sus deberes ciudadanos.
El fue un hombre con una vida
ordinaria, creció en una zona rural entre campesinos, agricultores y
granjeros. Era conocedor de las cosas
que hacía cada uno. Y según sus enseñanzas en parábolas, podríamos decir que
hasta llegó a ejercer algunos de los oficios de estas personas (Mateo 13:3-9), aparte
de ejercer el oficio de su padre José, la carpintería. Pues, en ninguna de sus metáforas se observa
la mención de la vida urbana de las grandes ciudades de Galilea. Todas sus
enseñanzas están relacionadas con la vida rural. Se puede ver en ellas a un
hombre que tenía su corazón en el campo.
Según los evangelios, Jesús
creció en la aldea de Nazaret, la cual abandonó cuando inició su ministerio
(Mateo 4:13). Y cuando volvió a ella, un tiempo después, sus conciudadanos se
extrañaron al escuchar y ver las cosas sobre humanas que hacía, ya que lo
conocían muy bien. Había vivido treinta años entre ellos y nunca les dio indicio
de sus poderes sobrenaturales, aunque era un hombre muy inteligente, ni de
tener algún don de curandero. Nunca vieron en él ninguna señal de niño prodigio
en su infancia o en su adolescencia, sino a un niño gracioso y sabiondo. Pero sí,
todos lo identificaban por el oficio que desempeñaba.
Es de ahí que se preguntaban- “¿De
dónde sacó éste tales cosas? —decían maravillados muchos de los que le oían—. ¿Qué sabiduría es esta que se le ha dado?
¿Cómo se explican estos milagros que vienen de sus manos? ¿No
es acaso el carpintero, el hijo de María y hermano de Jacobo, de José, de Judas
y de Simón? ¿No están sus hermanas aquí con nosotros?” (Marcos 6:2-3).
Y aunque es verdad que Jesús
fue un laico autodidacta y que no fue educado por ningún célebre rabino, hay
que reconocer, sin embargo, que su locución si se comparara con los eruditos de
aquella época no tendría nada que envidarle, por lo que podemos alegar que Jesús
no tenía nada de analfabeto, como algunos piensan. Actuaba
con mucha desenvoltura tanto en el conocimiento de las Escrituras sagradas de su pueblo, de las legislaciones gubernamentales y de toda tradición oral, por lo que era capaz de abordar cualquier tema de forma magistral.
Todo esto demuestra que no
había ningún misterio en su origen y que era cien por ciento hombre. Aunque hay
que reconocer, que es difícil imaginar o prever lo insólito, lo inesperado de
la vocación de un hombre aparentemente normal y corriente, al que la gracia de
Dios iba a llevar a donde nadie lo imaginaría. Por lo que para sus aldeanos era
difícil asimilarlo. Solo tenían la capacidad para identificarlo como un aldeano
común y corriente como cualquiera de ellos.
Pero todo lo contrario sucede
con la mayoría de los cristianos de esta época. Pensamos en un Jesús cien por
ciento Dios solamente, y no nos detenemos a reflexionar que fue un ser humano
normal como uno de nosotros, que pudo haber caído en las tentaciones y haber
renegado el morir en una cruz por los injustos y malos, pues, no le era
indiferente el sufrimiento lento e intenso que este tipo de muerte ocasionaba
ni la afrenta que conlleva, ya que era maldito todo el que moría colgado en un
madero (Gálatas 3:13). Y a pesar de todo se sometió a estos padecimientos por
el rescate de muchos. El justo por los injustos para llevarnos al Padre Dios,
siendo muerto en la carne, pero vivificado en su espíritu (1 Pedro 3:18).
Él sabía a qué había venido a
la tierra, lo que quería y hacia donde se dirigía. Estaba bien definido. Su
carácter firme, consciente y decisivo lo llevó a someterse a la obediencia
total de los mandamientos de su Padre; por lo cual alcanzó el más alto honor y
un nombre que es sobre todo nombre, dado jamás a hombre alguno, ante el cual
toda rodilla debe doblarse, darle honor, honra, adoración y toda gloria, y
reconocerlo como el Señor de señores.
Si tuviéramos presente a un
Jesús que fue hombre y que a la vez fue y es el mismo Dios que estuvo durante unos
años en la tierra, no sólo lo pensáramos como nuestro salvador y señor de
nuestras vidas, y como la manera de vivir un día en el cielo junto a ÉL
eternamente, sino que, al mismo tiempo, podríamos pensarlo como el único ser
humano que se puede imitar para tener una vida digna, honorable, apegada a las
buenas obras y a toda clase de bien en esta tierra. Que podemos aprender de ÉL
que fue manso y humilde de corazón (Mateo 11:29) y tener una vida terrenal
saludable para sí mismo o misma y para la colectividad circundante.
Ser como Cristo y vivir como Él,
es tener una vida plena, feliz y saludable en la tierra, y mantener viva la
esperanza de la vida eterna.